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Ilustración: Flor Merlo |
Tomado de Revista El Estornudo
Para muchas latinoamericanas el
aislamiento social no comenzó durante la pandemia,
pero en este tiempo las tareas de cuidado de niños y ancianos y de sostener la
casa se multiplicaron. Sin salarios ni cobertura social, siguen siendo
invisibles en casi todos los países de la región, aunque se calcula que inyectarían
en las economías más recursos que la industria y el comercio. Eso, si algún
gobierno pagara sus tareas.
Ya en la antigua «normalidad»,
cuidar de los niños o los ancianos en casa, asistir enfermos o discapacitados,
hacer la limpieza del hogar o procurar la alimentación, eran tareas difíciles
de conciliar con la vida laboral. Los confinamientos obligatorios sólo vinieron
a ratificar, universalmente, lo que por cotidiano y supuestamente natural
permanecía en las sombras: esas «tareas de cuidado» se reparten de manera
injusta.
Antes de la llegada del
coronavirus, según las encuestas disponibles en la región, las mujeres
dedicaban tres veces más de su tiempo que los hombres a esas labores no
pagadas. Y, como era lógico, la emergencia sanitaria mundial no equilibró la
balanza sino todo lo contrario: la mayor parte de la carga volvió a caer sobre
los cuerpos y las mentes de ellas.
Estar tres veces más ocupadas en
casa es tener mucho menos tiempo que los hombres para invertir en ocio, su
propio cuidado, educación, inserción en el mercado laboral o en el trabajo
fuera de casa. Por supuesto, como destaca un estudio del Ministerio de Economía argentino, existe una
relación directa entre ambos mundos: «las condiciones del trabajo remunerado
están estrechamente ligadas a cómo se resuelven las tareas no remuneradas»,
dice.
En plena pandemia, la Comisión
Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) recordó que, después de la
inserción masiva —en la década del noventa— de las mujeres de la región al
mundo laboral, es imposible sostener sociedades patriarcales que le asignan al
hombre el rol de proveedor y a la mujer el de cuidadora del hogar.
Las formas de cuidarse los unos a
los otros afecta directamente el modo en que se interviene en el mercado del
trabajo y en la vida pública. «Hay que entender que este tema, que siempre lo
habíamos visto de manera individual, como un problema donde cada uno y cada una
sobre todo, se arreglaba como podía, requiere de una respuesta colectiva», dijo
en una
entrevista reciente la académica uruguaya Karina Batthyány,
quien ha dedicado gran parte de su vida a investigar el tema. En febrero de
2021, la CEPAL cifraba en diez años el retroceso que la pandemia
significó para las mujeres de América Latina en materia de participación
laboral.
Un confinamiento estructural
Para muchas mujeres, el
aislamiento social no comenzó con la pandemia. Por ejemplo, para Ana, residente
del Estado de México, empezó hace 20 años. A los nueve meses de nacida, su hija
Lucero fue diagnosticada con discapacidad motora y epilepsia. Cuando se lo
dijeron, Ana renunció inmediatamente a su trabajo porque necesitaba tiempo para
ir a las consultas médicas y las terapias que se requerían para que su hija
lograra un poco de autonomía. Seis años después nació Marco, su segundo hijo, quien
fue diagnosticado con discapacidad mental y motora. Con esta segunda noticia,
Ana acabó de despedirse de su vida social, sus proyectos y el tiempo para el
cuidado personal.
—Desde antes de la pandemia
—subraya Ana— yo salía de mi casa lo indispensable: a llevar a mis hijos a la
escuela Centro de Atención Múltiple, a sus consultas y al mercado.
Ana descubrió hace ya mucho
tiempo que la mejor forma de acostar en la cama a su hija, que ahora pesa casi
50 kilos, es cargarla sobre su pecho y rodar sobre el colchón con ella en
brazos. La pandemia significó para ella simplemente la «oportunidad» de que más
personas sepan lo que vive una mamá cuidadora de tiempo completo, que debe
extremar precauciones con sus hijos para evitar cualquier enfermedad que agrave
su condición de salud.
Este trabajo no tiene día franco:
se extiende a 18 de las 24 horas, de lunes a domingo. Pero nadie le paga por
ello. Su sueño es ligero. Eso le permite despertarse ante cualquier ruido que
delate que Lucero o Marco tienen una convulsión. La base de su economía es el
salario de su esposo, pero él no aporta más que eso en la casa. Alguna rara vez
baña a los niños. No más. Ana y él duermen incluso en cuartos separados, para
que ella pueda atender a sus hijos sin interrumpirle el sueño.
En México, antes de la pandemia,
había entre la población total censada al menos un 25 por ciento de mujeres sin autonomía económica.
Durante la XIV Conferencia
Regional sobre la mujer de América Latina y el Caribe, celebrada en Chile a
inicios de 2020, mientras la pandemia se oficializaba en este lado del
Atlántico, los gobiernos se comprometieron a «diseñar sistemas integrales de
cuidado desde una perspectiva de género, interseccionalidad e interculturalidad
y de derechos humanos que promuevan la corresponsabilidad entre mujeres y
hombres, Estado, mercado, familias y comunidad, e incluyan políticas
articuladas sobre el tiempo, los recursos, las prestaciones y los servicios
públicos universales y de calidad, para satisfacer las distintas necesidades de
cuidado de la población como parte de los sistemas de protección social».
¿Cumplirán?
Les niñes salen perdiendo
Hubo algunas: no fueron suficientes.
Esa podría ser la síntesis en los países del continente que ensayaron medidas
para proteger a quienes requirieron ser cuidados durante la pandemia.
En Cuba, por ejemplo, se aprobó
una medida que les ha permitido a «la madre, el padre o el familiar que trabaje
y esté a cargo del cuidado de niños o niñas en la educación primaria, especial
o de círculo infantil» recibir el 100 por ciento de su salario durante el
primer mes de suspensión de clases, y el 60 por ciento del segundo mes en
adelante, mientras dure la suspensión. Sin embargo, esta medida solo incluye a
los cuidadores asociados al sector estatal. Los trabajadores de la esfera
privada (desde vendedores ambulantes hasta decoradores de interiores) quedaron
librados a su propia capacidad de agencia.
Eso le pasó a Cynthia, de 31
años, que trabaja en una tienda de diseño privada. En medio de la pandemia,
muchos de los lugares que se dedicaban a cuidar niños cerraron y los precios se
dispararon. Helena, su hija de cuatro años, se quedó sin cuidadora.
—Tuvimos que retirar a la niña
del lugar donde estaba porque de mil pesos cubanos subió a cuatro mil. Mil era
ya un precio especial, eso es muchísimo para el salario medio en Cuba.
En abril, Cynthia dio con una
maestra retirada que comenzó a cuidarla. Está muy agradecida: por primera vez
en cuatro años la niña comenzó a tener idea de lo que es el orden y la
disciplina a la par del juego. Lamenta que no haya podido ser un trayecto
estable: la maestra ha dejado de recibir a Helena semanas enteras asustada por
los picos de contagio.
—Hasta que no estemos vacunados
todos Helena estará en la casa. Nadie la quiere cuidar; nadie la puede cuidar.
Un día a la semana la cuida en su casa la señora que nos ayuda con la limpieza;
otro día se va con mi mamá, y el resto entre su papá y yo nos hacemos cargo.
Cuando voy al trabajo y la dejo en casa con él, que hace teletrabajo, me pongo
desquiciada. Porque sé que está encerrada, ansiosa. Los padres no somos
maestros.
Cuando la niña tuvo edad
suficiente para ingresar a un círculo infantil estatal, Cynthia intentó
matricularla en uno próximo a su casa, en Centro Habana. Le dijeron que la
plaza podía demorar hasta tres años, porque la prioridad la tienen las madres
que trabajan en el sector estatal.
Aylin Torres Santana, socióloga
cubana y miembro de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO),
participó en 2020 de la realización del libro Crisis de cuidados,
envejecimiento y políticas de bienestar en Cuba. Allí escribe que «la
regulación del mercado de cuidados es otro desafío» en la isla si se pretende
asegurar «el bienestar físico, afectivo e intelectual de niños y niñas».
Cuidar en la pobreza extrema
El caso de Luisa en El Salvador
es aún más grave, porque la falta de políticas sobre los cuidados tiene un
impacto más drástico cuando se combina con la pobreza extrema. Si las mujeres
con mayores ingresos dedican a las tareas del hogar 33 horas semanales en
promedio, las más pobres emplean 46, lo que equivale a más de seis horas por
día.
Luisa vive en la comunidad 601,
ubicada en la orilla de la carretera que conduce de San Salvador a Sonsonate.
Es un lugar rodeado por fábricas textiles, difícil de reconocer para quienes
transitan en vehículo ya que el pasto largo y seco imposibilita la visión.
Cuando el gobierno del país
centroamericano implantó el estado de excepción por la COVID-19, la circulación
de personas prácticamente desapareció y Luisa perdió su trabajo de vendedora.
Aun así, tuvo que hacerse cargo de sus dos hijas, de cinco y ocho años, y de su
esposo, que está en silla de ruedas.
El encierro permanente la obligó
a ser la profesora de las niñas, además de la única encargada de llevar comida
a la casa. Antes de la pandemia, Luisa vendía todos los días verduras. Otras
veces cocinaba papas fritas para venderlas por los alrededores de su casa.
Sobrevivía. «Casi todos los días llevaba 12 dólares a la casa. A veces hacía
más», dice.
Su hija menor no comprende que ya
no tiene trabajo. Llora porque quiere que la sopa tenga carne. «Ya me aburrí de
tomar sopa todos los días, mamá», se queja. No le gusta el fruto de la mora, y
lo tira al suelo. Luisa la regaña. No le miente. Le dice que no tiene dinero y
que agradezca tener un techo donde vivir. Y comida.
Cuando se quedó sin dinero, Luisa se unió a la iniciativa de sus vecinas para pedir ayuda.
Fueron hasta la orilla de la carretera con banderas blancas para que las pocas
personas que tenían autorizado salir les entregaran dinero o comida. «Yo solo
esa opción tenía y así nos mantuvimos casi por dos meses», recuerda Luisa, quien
un año después del estado de excepción, comienza a recuperarse poco a poco.
Está convencida de que es un
trabajo difícil el que le ha tocado realizar desde muy temprano, cuando a los
15 años dio a luz a su hija mayor y dos años después tuvo que asumir la cabeza
del hogar debido a un accidente de su esposo. «Me ha tocado pesado y a la vez
me siento orgullosa porque así aprendí y he salido adelante con mis
ventecitas», dice.
En El Salvador, las mujeres
experimentan una desventaja estructural difícil de rebasar. Solo el 14.7 por
ciento de la población femenina percibe ingresos propios, frente al 40.9 por
ciento que representa a los hombres, según el ya mencionado informe del
Observatorio de Igualdad de Género de América Latina y el Caribe.
Con estos datos, no es casual que
El Salvador esté también entre los países con mayor índice de feminicidios en
la región: mientras más se acota la independencia económica de las mujeres,
menores son las posibilidades de escapar de las relaciones violentas.
La vejez no es una cosa gris
El tema de los cuidados apenas
entró a la agenda pública de los gobiernos latinoamericanos en los dos mil,
aunque las feministas han insistido en que el cuidado es un trabajo y un
derecho.
En las dos últimas décadas, los
gobiernos de Argentina, México, Colombia y República Dominicana han empezado a
diseñar desde el Estado sistemas nacionales de Cuidados. Uruguay es el único
país de la región que a la fecha cuenta con uno, creado en 2015. En Argentina
se acaba de anunciar un programa para que las mujeres que cubrieron durante
décadas las tareas de cuidado puedan acreditarlos para la jubilación. Podría
beneficiar a unas 155 mil mujeres.
Durante la pandemia, los ancianos
han tenido que soportar los miedos más grandes y los encierros más terribles,
muchas veces sin tener quién los cuide. Las políticas públicas que deberían
protegerlos no están tan consolidadas como las dirigidas a los niños.
En Uruguay, hasta enero de 2021,
ocho de cada diez personas muertas por COVID-19 tenían más de 65 años y una de
cada seis vivía en una residencia para adultos mayores. «Tuvieron que blindarse
para evitar la entrada del virus y, a la vez, lidiar con la soledad de los
residentes», dice la periodista uruguaya Soledad Gago.
En esos lugares, el virus causó
estragos: se contagiaron 780 residentes y 240 empleados, y murieron 152
personas. A pesar de esa vulnerabilidad etaria, la mayoría de esas residencias
sigue funcionando en la clandestinidad: de los aproximadamente mil 200
establecimientos que existen, solo 41 están habilitados por el Ministerio de
Salud Pública.
Anaclara, a los 26 años, abrió
una legalmente durante la pandemia. Funciona en la planta baja de una casona
antigua del barrio Pocitos, en Montevideo. El local tiene capacidad para 12
residentes, los pisos de madera y las paredes blancas.
—Abrimos las puertas en plena
pandemia, sabiendo perfectamente a lo que nos estábamos enfrentando, pero con
la certeza de que íbamos a poder. Trabajamos con mucho respeto y
responsabilidad, pensando que en cierto modo entramos como suplentes en ese rol
de hijos y nietos, y que debemos estar a la altura.
El plan de vacunación de Uruguay
priorizó a las personas que viven y atienden en estas residencias y hoy todos
están inmunizados. Para Anaclara, su amor por los ancianos está atado a la
historia de sus abuelos.
—Nos vieron crecer, nos cuidaron
y posteriormente, en cierto modo, nosotros tuvimos la suerte de poder hacerlo
con ellos. Siempre voy a estar agradecida por esto, pero la realidad es que no
todos tienen esa oportunidad y este es uno de los motivos por los cuales me
embarqué en este proyecto.
De acuerdo con los números de la
CEPAL, hay una tendencia demográfica regional que apunta al envejecimiento
acelerado de la población. Cuba, Argentina, Chile y Uruguay van a la cabeza.
—No comparto en absoluto la idea
de que la vejez es una cosa gris, oscura, triste, la descripción de la
decadencia, estar todo el día sentado en un sillón mirando la nada misma.
Ganarse a la suegra como hija
Aline Paiva de Oliveira es una
enfermera de 40 años titulada en São Paulo, pero desde 2018 se dedica a vender
galletas dulces que elabora en su casa. Con la explosión del virus en Brasil,
pensó en volver a ejercer.
—Mi primer impulso fue ir a la
primera línea. Pensé mucho y reflexioné aún más —cuenta.
Luego pensó en los tres hijos
menores de edad que tenía a su cuidado, en la suegra enferma con Alzheimer. Y
cambió de opinión.
—Quiero encerrarme en casa con mi
familia y no volver a salir a la calle. No podía exponer a mis hijos al virus.
Mi suegra vive con nosotros, tiene 78 años, y también podría infectarse. Elegí
a mi familia y me siento egoísta por ello. Sin embargo, estamos vivos.
Para colmo de males, Aline
atravesó un traumático desalojo durante la pandemia que le subió los niveles de
glucosa y le declaró la diabetes.
—Combinar los cuidados con la
casa, las clases de educación a distancia, el trabajo y una serie de problemas
causados por las finanzas y la pandemia, fue agotador. Siento que he fracasado
en la educación a distancia de mis hijos.
Cuidar es también una cuestión económica
Los trabajos de cuidado
—remunerado y no remunerado— son vitales para sostener el funcionamiento
cotidiano de una sociedad. Si se valorizaran y se pagasen, los trabajos
domésticos y de cuidado representarían millones de dólares a la economía de los
países de la región, según varios estudios que se han realizado en los últimos
años.
Los cuidados, un sector económico estratégico,
del Ministerio de Economía Argentina, calculó el
aporte al Producto Interno Bruto (PIB) que significarían los
trabajos de cuidado si se pagaran. Las estimaciones alcanzan los 67 mil 438
millones de dólares anuales. Más que la industria y el comercio.
«Las mujeres participan en la
economía de dos maneras. Por un lado, en lo que tiene que ver con el trabajo
remunerado en el mercado, por otro lado, a través del trabajo de cuidado no
remunerado que se realiza al interior de los hogares. La suma de todas estas
horas de trabajo que realizamos especialmente las mujeres, si las valorizáramos
haciendo equivalencias con la remuneración de una trabajadora doméstica, según
el menor valor de la categoría de convenio, esto nos daría entre un total de un
14 y un 17 por ciento, lo cual convierte a los cuidados en el principal sector
económico», explicó para este reportaje Eva Sacco, especialista del Centro de
Economía Política Argentina (Cepa).
En 2017, el Consejo Nacional para
la Igualdad de Género de Ecuador informó que
los cuidados no remunerados representaron aquel año el 19.1 por ciento de
aporte al PIB del país.
En Colombia el porcentaje es
parecido. Los cuidados no remunerados y las tareas del hogar equivalen al 20
por ciento del PIB, lo que supondría la mayor actividad económica del país, por
encima del comercio.
La periodista argentina Jordana
Timerman volvió a recordarlo este año, desde las páginas de The New York
Times. «La consultora McKinsey estima que América Latina podría aumentar su
producto interno bruto en un 14 por ciento en los próximos años si integra
mejor a las mujeres a las fuerzas laborales».
En algunos países de la región,
algunos engranajes oxidados han comenzado a moverse. En noviembre del 2020, la
Cámara de Diputados en México aprobó el dictamen con que se busca reformar la
Constitución y crear en ese país el Sistema Nacional de Cuidados.
No se sabe muy bien hacia dónde
se dirigen las aguas en que algunas nadan y otras se ahogan esperando avizorar
tierra firme. Un mes todavía para llegar, un mes todavía para llegar, un
mes todavía para llegar, es el canto de marineros que seguimos repitiendo.
Un primer esfuerzo podría ser enfilar los remos hacia realidades más rentables
para la mayoría y más equitativas para las mujeres.
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